La Luna había
desaparecido, se había escondido en algún lugar del universo. No
quería que nadie la viera. No esa noche.
Estaban delante de
esa piscina abandonada, vacía. Unas gradas inmensas rodeaban el
recinto y algunas pequeñas plantas crecían en minúsculas grietas
del cemento. Bajaron.
Caminaron por el
borde hasta la escalera del trampolín olímpico. Durante ese rato no
se dijeron nada, solo estaban cogidos de la mano, haciendo todo al
unísono. Y lo subieron.
Se acercaron
veinte metros al cielo, pero a ellos les parecía que nadie en el
mundo podía estar, en ese momento, más cerca del espacio.
Allí, estirados uno al lado del otro, fumaron viendo
las estrellas. Y algún cometa.